EL ESTADO Y EL DEBER DE SEGUIR BUSCANDO LA VERDAD
Del juicio al mal absoluto, a los procesos de lesa humanidad
Por Raúl Arcomano
Una ley de autoamnistía hecha por y para los genocidas, antes de que abandonaran la Casa Rosada. Un poder judicial corporativo que también buscaba la impunidad. Y un débil escenario político-social para contener a unas Fuerzas Armadas que, aun en retirada, tenían mucho poder.
Llevó dos años llegar a sentar a los jefes de la dictadura en el banquillo de los acusados para que respondieran por los crímenes que ordenaron y encabezaron desde el Estado. Nadie cuestiona hoy la importancia histórica del Juicio a las Juntas: fue el proceso que el contexto político permitía. Algunas de las imágenes que permanecen en la memoria son hoy insuficientes para analizar ese hecho trascendente de la historia argentina: el alegato de Strassera (emotivo, pero que avalaba la “teoría de los dos demonios”), las condenas de los camaristas (también hubo absoluciones, hay que recordar), las caras impávidas de los “milicos”.
El mérito no fue exclusivo del entonces presidente Raúl Alfonsín, ni de los jueces o los fiscales. Fue principalmente de los organismos de derechos humanos, de los sobrevivientes de los centros clandestinos de detención y de los familiares de los asesinados y desaparecidos. Eso rescató Pablo Llonto en su último libro, El juicio que no se vio: las voces de los 833 testigos que fueron la columna vertebral del debate oral. Había que tener valor para declarar en 1985 contra los militares.
La sentencia contra los ex comandantes se dictó el 9 de diciembre de1985. A fin del año siguiente, justo el Día de Navidad, el Congreso promulgó la ley de Punto Final. Y seis meses después, la de Obediencia Debida. Toda pretensión de justicia se cerró durante la primera etapa del menemismo, con los indultos a los procesados y condenados por delitos de lesa humanidad. En marzo de 2001 todo cambió: la justicia declaró inconstitucionales las “leyes de impunidad”. Dos años después, a poco de iniciada la presidencia de Néstor Kirchner, el Senado aprobó la anulación. Y en 2005 la Corte Suprema resolvió también que eran inválidas. Como una marea imparable, los juicios contra el terrorismo de Estado empezaron a activarse en la mayoría de los distritos del país.
Los primeros juicios orales empezaron al año siguiente. Desde entonces fueron imputadas más de dos mil personas en más de 500 causas activas, según un informe de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad. Luego de la reapertura de las causas hubo 660 condenados y 60 absueltos por crímenes del terrorismo de Estado. Y unos quince procesos están en curso: juicios orales y públicos con sus jueces naturales y con las absolutas garantías para los procesados.
Sigue habiendo desafíos, claro. Aún queda mucho por juzgar: existen unas 350 causas que no tienen sentencia ni están en juicio. Y un centenar de las que están elevadas a juicio no tienen fecha de inicio. También sigue sin poder garantizarse la seguridad de los testigos sobrevivientes y, en ese sentido, la desaparición de Jorge Julio López es una dolorosa herida abierta. También es lenta la confirmación de las condenas: solo una de cuatro.
Sí se lograron avances en dos puntos importantes. Por un lado, profundizar las investigaciones y el juzgamiento de los delitos económicos y la complicidad civil durante la dictadura. Por otro, entender a los crímenes de violencia sexual cometidos en los centros clandestinos como delitos de lesa humanidad; ya hay quince sentencias de este tipo.
No llama la atención que sigan alzándose voces que plantean -con mayor o menor énfasis– que los crímenes de la dictadura son cosa del pasado. Sí preocupa que algunas de ellas tengan eco en el actual gobierno de Mauricio Macri. Como pasó con el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), que se reunió con el secretario de Derechos Humanos de la Nación. Este organismo pregona concordia y pacificación y, bajo ese discurso, busca impunidad: equiparar los crímenes del terrorismo de Estado con las muertes causadas por la guerrilla en los ’70.
La búsqueda de justicia no nace del odio y la venganza, como sostienen quienes buscan evitar que se juzgue a los militares. Es un deber del Estado seguir buscando la verdad mientras haya hombres y mujeres que no conozcan su verdadera identidad, cuerpos enterrados sin nombre, víctimas sin justicia y represores sin condena.
Foto: Guillermo Loiacono (ARGRA)