Por Fernando Tebele (compañero de La Retaguardia) con fotos de Gustavo Molfino
Las rosas rojas prendidas en la ropa del lado del corazón son uno de los sellos distintivos del juicio por la represión a la Contraofensiva de Montoneros. Las reparte Susana Brardinelli, una sobreviviente que es querellante por su esposo Armando Croatto, que está desaparecido. Están tejidas por su mamá, Irma Ortolani, de 97 años, quien participa del juicio sin haberlo presenciado nunca: sus agujas también enhebraron la paciencia de la espera de 40 años por un pedacito de justicia. En la sala en la que se desarrolló el juicio antes de la pandemia, enclavada en pleno centro de la localidad de San Martín, las distancias eran exiguas. Un enrejado bajo de madera era toda la separación entre el público y las partes litigantes. Apenas un pasillo entre sillas dividía a las familias de las víctimas, las de las rosas rojas, de los siete imputados por crímenes de lesa humanidad contra noventa y cuatro personas. Cada vez que entraban, en fila prolija y como si alguna fuerza estilo de gravedad les impidiera levantar la mirada del piso, desde el sector de familiares se levantaban fotos. Resaltaban el blanco y el negro tan dominantes como las sonrisas jóvenes, paralizadas en el tiempo, de quienes ya no están. Se han escuchado testimonios estremecedores. En cada final, el abrazo contenedor oficiaba de antídoto contra la angustia y la presión por haber estado ahí con la obligación interna de recordarlo todo. Sanador y reparador son las dos palabras que quizá más se hayan oído en aquellos después.
Pero ya nada de eso existe. Al menos por ahora.
Son las 9:30 cuando se habilita el ingreso a la sala virtual para la audiencia 39. Hubo un par de intentos de semi-presencialidad, con los jueces, la fiscal y los defensores en la sala, con barbijos pero sin público; ese medio camino se clausuró cuando Lisandro Sevillano, el defensor oficial de la mayoría de los imputados, se contagió con Covid-19. Desde ese momento, cada cual participa desde su casa.
Ahora no hay que esperar a que el tribunal les permita a los imputados retirarse. No se volvieron a ver ni las fotos en alto ni las miradas al piso, porque los acusados no tienen obligación de estar. Alguna rosa roja se distingue entre las pocas personas que tienen el ingreso permitido a la plataforma virtual.
Cierta vez, ante la crítica por ese permiso para retirarse, el presidente del tribunal, Esteban Rodríguez Eggers -tan informal en el trato como prolijo para vestir-, se quejó amablemente ante la prensa: “Digan también que somos el único tribunal que los hace venir”. Es una certeza irrebatible que a las víctimas les resulta escasa. En la modalidad virtual los acusados ni siquiera tienen que asistir; probablemente sigan el juicio desde sus casas -6 de los 7 tienen el beneficio de la prisión domiciliaria- a través de la transmisión televisiva de un medio comunitario, con la que el tribunal garantiza que el juicio sea público.
Diego Menoyo es uno de los testigos de esta jornada. Está en su casa de Río Ceballos, Córdoba. Acerca su DNI a la cámara para que los jueces verifiquen su identidad. Cuando la fiscal Gabriela Sosti le da el pie para que comience su relato, el sobreviviente de las dos etapas de la Contraofensiva decide arrancar por la previa. “Yo quisiera contar un poco cómo llegué a esa situación porque, si no, no se va a entender el hecho de que aceptáramos participar de la Contraofensiva”, señala. Cuenta que para la época del golpe de Estado de 1976 cursaba el cuarto año de Astronomía y era delegado de un curso pequeño; el futuro cercano estaba lejos de ser un cielo claro y estrellado. “El 8 de julio allanan la casa donde vivía mi compañera. Allí la secuestran. Yo estaba en la universidad en ese momento, así que no me encuentran…”. Norma Gladys Monardi permanece desaparecida. Menoyo señala aquel allanamiento ilegal como el punto de inicio de la etapa de clandestinidad y su partida hacia Buenos Aires como escala a la salida del país.
A través del recuadro oscuro en la pantalla, Menoyo remarca que pusieron una condición antes de irse: “Salimos al Paraguay con un acuerdo previo y con mucha discusión política. Aceptábamos que no estaban dadas las condiciones para poder hacer ninguna discusión política con los compañeros, ni ninguna forma de modificar un rumbo político, pero salimos con la condición de volver inmediatamente ni bien tuviéramos la posibilidad”. La Contraofensiva sería esa chance, pero no lo sabían aún. Allí se produce un cuarto intermedio obligado por la falta de conectividad de la jueza María Claudia Morgese Martín, quien tiene un tropezón virtual. Más tarde nos espera otra caída, esta vez de la fiscal Sosti. Tras la espera, Menoyo retoma reivindicando el análisis político que derivó en la acción. “Íbamos a participar de las TEA (Tropas Especiales de Agitación). Veíamos claramente que la situación política hacía imperioso que nosotros pensáramos cómo íbamos a revertir la situación, porque políticamente la dictadura se estaba agotando, a pesar del éxito aparente que había tenido en el Mundial”, señala.
Ahora no se ven más cuerpos que desde el pecho hacia arriba. En algunos casos, si el testigo se acerca mucho a la cámara, sólo se observa la cabeza. Los cuellos de la camisa celeste de Menoyo aletean sobre el escote en v de su pulóver azul. Por detrás asoma una biblioteca, que contrasta notoriamente con el telón que ofrece la imagen del abogado defensor Hernán Corigliano: un bar empotrado en la pared con algunas botellas de whisky disputando la salida en cámara.
El testigo suelta una sonrisa leve de vez en cuando. Como cuando profundiza en su tarea específica dentro del grupo TEA. El enfoque será en las interferencias a las señales de los canales de TV abierta, en una época en la que no existía el sistema de cable y mucho menos el streaming. Sólo cuatro canales de Buenos Aires, 7-9-11-13. Con viento a favor y ganas de mover la antena, también podía verse la señal del Canal 2 de La Plata. Menoyo se explaya en la faceta técnica: “Teníamos un librito, el librito rojo, que era un manual que había hecho (Juan Julio) Roqué, que era político, eran todos los documentos de discusión política de la organización desde la fundación. Y teníamos un librito que se llamaba ‘Manual de la Contraofensiva’, con el escudo en la tapa, que explicaba todos los métodos de propaganda, y cómo manejar los equipos de radio y televisión”. De México se fueron para Madrid. Un cruce oceánico que hoy la pandemia vuelve casi impensable, salvo que se viaje a través de megabytes y que las sensaciones se transmitan con algo de distorsión. Como las voces con sonido latoso que rebotan en el denso aire de la audiencia virtual.
Menoyo y su segunda compañera, que también consiguió sobrevivir, volvieron en 1979 para la primera Contraofensiva. Realizaron con éxito las interferencias en la zona sur del conurbano, y volvieron a salir del país. Con respuestas al abogado querellante Pablo Llonto, reconstruye que regresaron para la segunda Contraofensiva, en febrero de 1980. Ya se quedaron en el país, aunque en la clandestinidad hasta el retorno de la democracia. Sobre el cierre, sin perder nunca la tranquilidad, Menoyo vuelve sobre el estigma filoso que se hundió en la piel de quienes sobrevivieron a la represión a la Contraofensiva. “Uno podría plantear si no éramos jóvenes suicidas. Éramos gente decidida a cambiar la realidad del país, que peleaba por eso, y teníamos asesinos feroces al frente. Parece ser, con los años, que los culpables fuéramos nosotros, o hubiéramos sido condenados socialmente, cuando lo único que pretendíamos era cambiar una realidad de injusticia y una situación de un gobierno que era totalmente ilegal”, dice sin modificar el tono de su voz.
El final de la audiencia son recuadros que se apagan en la pantalla. Apenas algunos gestos con las manos a modo de despedida.
No hay nada que pueda reemplazar el calor y la emoción que hubieran podido ser con el entorno anterior. Adaptarse a la realidad para intentar sobrevivir, parece ser el link que enlaza el tiempo del relato de Menoyo con el de su testimonio actual. Sin dejar nunca atrás el ideal máximo del mundo mejor por venir, quizás.
Lejos estuvo de haber sido una audiencia normal. Aunque tal vez tenga que ser así el nuevo concepto de normalidad que permita escapar del enemigo, una vez más, hasta que vuelvan los abrazos. Se apaga el último recuadro. La pantalla queda gris. Salvo por el reflejo de una luz que, desde la ventana, rebota en la pantalla, con ansias de ganarle alguna partida a la oscuridad.
*Esta crónica obtuvo la mención especial del jurado en la Primera Edición del Concurso de Nuevas Narrativas organizado por el Sindicato de Prensa de Buenos Aires (SiPreBA) realizada entre julio y septiembre de 2020